24 de marzo de 2020

José Javier León. Maracaibo, República Bolivariana de Venezuela.
Democratizar el acceso a la educación en todos sus niveles supone des-valorizar la educación-mercancía. Hacerla accesible, es postular una sociedad en la que los bienes y servicios esenciales para la vida están al alcance de todos y no restringidos. Los bienes privados, privan a la sociedad de los bienes que han de ser de todos para que la vida sea un bien común.

Thomas Kuhn acuñó el término revolución para señalar la ruptura y los cambios en los paradigmas, en las formas de hacer ciencia e investigar. Acaso la palabra, en el contexto actual, se convierta para algunas sensibilidades en una palabreja, pero ajustándonos objetivamente al término, en efecto, cada vez que cambian de manera drástica «los compromisos» de las comunidades de investigadores, las bases sobre las que practican la ciencia, hay una revolución.

En Venezuela podemos hablar sin complejos porque exactamente son otros los compromisos que estamos forjando y otras las prácticas. Los cambios, dice Kuhn, son las características que definen las revoluciones científicas.

De todos modos, no es necesario partir lanzas defendiendo el uso del término tal como se ha vulgarizado, pues en efecto, no hay con cada cambio de paradigmas verdaderamente una revolución. Incluso muchos «cambios» no llegan a ser sino simples modas, afeites que dejan intactos los fundamentos tradicionales. No siempre sucede una transición de la mecánica de Newton a la mecánica cuántica. A lo que se suma el fetiche del cambio y su consecuencia la novedad, que lleva a prácticas vacuas como aquella de citar sólo libros «actualizados» para pretender originalidad. Ciertamente, más allá del importante reconocimiento a los aportes de las diversas comunidades contemporáneas que hacen investigación, existe el conocimiento como acervo, como experiencia y memoria. Y eso está, comprensiblemente, por encima de modas y criterios peregrinos.

Además, el discurso de la «novedad» o la «actualidad» escamotea la resistencia al cambio, esconde la incapacidad real a enfrentarse a lo verdaderamente nuevo que, cuando ocurre sacude, conmueve, desestabiliza, y por lo general no deja piedra sobre piedra. Obviamente, para el poder y su hegemonía, un cambio de esta naturaleza significa salir de quicio. Por ello protege y preserva la tradición detrás de la fachada de novedades superficiales.

A lo «nuevo» regularmente, lo acompaña una ingente producción de aparatos, instrumentos, herramientas y dispositivos tecnológicos que prefabrican la dependencia estructural a los mismos: el «instrumentalismo» y la «teología laica» de la racionalización tecnológica, como afirma Carl Boggs impondrían rígidas barreras a la política disidente. El objetivo sería crear una psique adaptada a la rutina, compatible con las exigencias de la tecnología mecánica y la estricta disciplina laboral, todo ello en un ambiente que hace inocua la investigación, y deja el cambio abierto a prácticas repetitivas e irreflexivas. A esto se suma la antigualla de patentes y demás protocolos especializados que, en conjunto, restringen el usufructo y el acceso de la humanidad a los bienes y servicios culturales. Los procedimientos tecnológicos se oscurecen de manera que sólo los poseedores de las claves y software de acceso puedan controlar su lectura y aplicación. Para el mercado, mientras más controlado y difícil el acceso, más valor toma la mercancía.

Obviamente, si los «códigos» se abren y el acceso se democratiza, desde el punto de vista del capital ocurre una desvalorización. La democracia y el acceso público a los bienes y servicios significan la quiebra del mercado en condiciones capitalistas, porque el valor de cambio, repito, aumenta cuando se restringe el acceso a la población. Se entiende que no es lo mismo aumentar la oferta en el mercado, que la expresión concreta, democrática y popular del acceso a los bienes y servicios.

Si la tecnología se populariza, el valor de cambio fetichizado disminuye, esto porque una buena parte del valor proviene del prestigio. Máxime, si se trata por ejemplo de productos que materialmente tienen un costo de producción ínfimo pero que contienen información protegida por patentes, dado lo cual ve multiplicado exponencialmente su valor en el mercado.

Obsérvense las diversas reacciones del mercado frente a los medicamentos «genéricos». Los laboratorios imponen la marca, es decir, su prestigio (y claro está, el control oligopólico de la tecnología), pero los componentes activos del fármaco nada tienen que ver con las operaciones sociopolíticas del mercado.

Y así ocurre en el sistema educativo.

Cuando el mercado restringe el acceso a determinadas áreas del conocimiento y a la producción de tecnología, sus productos aumentan su valor, vale decir, su prestigio. En sentido contrario, al abrir el acceso, el prestigio y su criterio de exclusividad desciende y por tanto, su valor de cambio en el mercado. Nótese que, en principio esto nada tiene que ver con la calidad, sino con la facilidad o restricción en el acceso, adquisición, disfrute o usufructo de un bien o servicio.
Democratizar el acceso a la educación en todos sus niveles supone des-valorizar la mercancía educación. Hacerla accesible, es postular una sociedad en la que los bienes y servicios esenciales para la vida estén al alcance de todos y no restringidos y, por lo tanto, no sobrevaluados ni sometidos a las determinaciones inhumanas de la oferta y la demanda que estimulan el acceso de los que pueden en perjuicio de los que no pueden.

Un cambio de paradigmas en este contexto supone ahora sí un viraje en el rumbo de la concepción de la sociedad moderna: en efecto, de la tendencia histórica a la mercantilización liberal (hoy ultra neoliberal) se avanzaría con la emergencia de otro mundo posible y el Buen Vivir, hacia el acceso público social y general a los bienes esenciales: alimentos, salud, vivienda, energía, tierra, agua, protección social, bienestar, felicidad.