30 de mayo de 2020

GoodStudio / Shutterstock

Manuel Collado Rodríguez

La pandemia sobre la que los científicos alertaron desde hace años finalmente llegó. Una situación de crisis como esta nos deja a todos en paños menores y, claro, se nos ven las vergüenzas.

Es en estas situaciones cuando queda claro cómo es el comportamiento de los ciudadanos de una sociedad: muchas veces altruista, solidario y responsable; pero también egoísta, inconsciente y temerario. Revela que quizá no teníamos un plan adecuado ni un sistema de alerta epidemiológica fuerte. Expone la debilidad de nuestra capacidad coordinada de respuesta y nos muestra la fragilidad de nuestro recortado sistema público de salud: deficiencias en número de camas UCI, personal de enfermería y médicos escasos y maltratados. Nos pone también de frente ante la forma en la que atendemos y cuidamos a nuestros mayores en residencias abandonadas a la especulación económica más salvaje.

Respecto al sistema de ciencia tenemos numerosas muestras de su estado en España y en el mundo. La pandemia revela que no tenemos capacidad de autoabastecimiento tecnológico, no somos capaces de fabricar mascarillas, producir en masa reactivos para las PCR, ni nuestros propios test serológicos. Ese sector debería gestarse a partir de un sistema de ciencia poderoso, pero si la base falla, por muchos intentos políticos de destinar fondos a la aplicación de los resultados científicos, es como construir la casa por el tejado.

La contribución de los científicos al conocimiento de la enfermedad es, salvo honrosísimas excepciones, escasa. La investigación de virus, vacunas y pandemias en nuestro país, pese a poseer una escuela magnífica, no ha sido prioritaria en los últimos tiempos. Nos quedan investigadores que superan la edad de jubilación y que persisten por su empeño y excelencia, luchando frente a todos los obstáculos burocráticos que se les ponen. Sus discípulos hace tiempo que desertaron, emigraron o malviven con unas condiciones laborales pésimas.

El resto de áreas de investigación no es que estén mejor. Además de la falta de financiación general, se destapan carencias que muchos no conocían. Tenemos convocatorias que se retrasan, con calendarios desconocidos, cambios en su política y agujeros temporales que nos dejan desamparados. Sufrimos una escalada sin fin de normas y reglamentaciones burocráticas absurdas que lastran nuestra actividad y dificultan el trabajo, haciéndolo en ocasiones imposible. Pero esta crisis nos ha mostrado que, cuando se quiere, existe financiación, se agilizan plazos y facilitan los procesos. Estamos en una crisis, pero es que la ciencia española lleva muchos años inmersa en una.

Desde la torre de marfil

La enorme distancia que separa la ciencia de la sociedad también queda al descubierto. Los ciudadanos tienen una imagen estereotipada que procede del cine y de lo que le cuenta una no siempre especializada prensa. Vivimos una época en la que se valora como argumento máximo la descalificación, el sectarismo y la deshonestidad intelectual. Abordar la situación utilizando criterios objetivos, reconociendo dudas, reevaluando la situación y mostrando incertidumbre es algo a lo que no estamos acostumbrados, no valoramos, nos crea inseguridad y atacamos.

Emplear criterios científicos en la toma de decisiones se ataca como un intento de parapetarse en la ciencia, acusación muy reveladora del subconsciente de muchos de nuestros dirigentes. Desde las trincheras ideológicas los desestabilizadores profesionales se dedican a insultar, desacreditar e incluso incitar al acoso a los científicos como elementos contrarios que pueden desvelar la debilidad de los argumentos propios.

Por otro lado, años de titulares anunciando curas milagrosas del cáncer generan ahora angustia en una sociedad que demanda soluciones inmediatas. Sin embargo, las soluciones que se ofrecen desde la ciencia no pueden ser más ambiguas y en apariencia lentas, puesto que están guiadas por un método que implica cautela, experimentación, evaluación, replanteamiento; actividades todas ellas denostadas en nuestros días.

Añadamos a todo este panorama problemas que estamos sufriendo en los últimos años y que en estas condiciones se ven magnificados, como la crisis de credibilidad y reproducibilidad de una ciencia hecha cada vez más a la carrera y con el ojo puesto en el número de publicaciones. Un sistema de difusión de la ciencia cuestionado por todos los lados y con una propuesta de solución basada en repositorios de artículos de acceso libre que estos días está quedando también muy cuestionada. Es cierto que este sistema aumenta la rapidez de diseminación de los resultados, los pone al alcance de cualquiera. Pero al mismo tiempo, en ausencia de un elemento que diferencie la paja del grano, entre la información valiosa también circula mucho ruido que enturbia el horizonte y resulta confuso para los propios científicos y para la sociedad.

Lucha de egos

Tengamos también en cuenta problemas de siempre, como la presencia de egos superlativos a los que esta actividad no es ajena y que, ante la perspectiva de la gloria, lleva a algunos a forzar los resultados hasta hacerlos cuadrar con sus deseos. Tenemos ejemplos de medicamentos como la hidroxicloroquina, que se han promocionado como cura con estudios pobres, pero que han supuesto la realización de ensayos clínicos que implican un esfuerzo enorme de recursos que sería mejor destinar en otra dirección.

También el corporativismo que lleva a absurdas posiciones de defensa si científicos de áreas distintas participan en lo que uno considera su territorio. O el recelo que provoca en algunos que investigadores cuya trayectoria siempre estuvo alejada de la virología planteen ahora propuestas de investigación que buscan financiación.

Con este panorama no han sido pocas las voces que han atacado y despreciado a la ciencia como incapaz de ofrecer soluciones, como actividad tullida y acomplejada que debe echarse a un lado ante el empuje de convicciones fuertes y decisiones vigorosas. El desprecio y desprestigio ha llevado incluso a responsabilizar a los científicos de cómplices con más o menos implicación en la devastación presente.

Teorías conspiranoicas desquiciadas se expanden con una tasa de contagio incluso superior a la del coronavirus nutridas por intereses particulares y favorecidas por el desinterés de muchos en atajarlas. Intereses políticos intentan medrar cabalgando en bulos y desinformación e incluso algunos científicos caen en las redes políticas y se dejan utilizar como arma para el combate ideológico.

Sin embargo, la realidad es que la actividad científica ha obtenido en muy pocos meses unos avances espectaculares que nunca antes habrían sido posibles. En cuestión de días, semanas y pocos meses se consiguió aislar e identificar el virus, se secuenció su genoma y se compartió la información con todo el mundo, se diseñaron protocolos de diagnóstico molecular efectivos, se iniciaron proyectos de generación de vacunas que empezaron muy temprano a ensayarse y ya están en desarrollo, se conoció la vía de entrada del virus en la célula, la estructura de su llave molecular unida a la cerradura celular, se plantearon cientos de posibles terapias para ser ensayadas en pacientes y un largo etcétera de datos que nos inundan cada día.

Sin duda, todo este conocimiento se ha ido aplicando desde el comienzo para controlar la expansión del virus y está ya permitiendo mejorar el tratamiento de los pacientes. Finalmente nos aportará terapias efectivas y una vacuna eficaz que impida la extensión de la infección.

La actividad científica, como toda empresa humana, está sujeta a los mismos vicios, intereses y errores; pero la ciencia como sistema de conocimiento de la realidad a partir del cual poder derivar propuestas de solución es el método más adecuado para hacer frente a nuestros retos y, por supuesto, también en esta emergencia. Cuidémosla entre todos.The Conversationhttp://theconversation.com/es/republishing-guidelines —>

Manuel Collado Rodríguez, Investigador Miguel Servet II, director del laboratorio de investigación en Células Madre en Cáncer y Envejecimiento

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.