Para estos niños migrantes, para miles de niños en México, la experiencia de la infancia es la vivencia del trabajo y el hambre.
La mañana es más fría de lo usual; lo denuncia la ropa gruesa de las maestras y mi cuerpo, sin abrigo, resiente al bajar del auto. Cuelgo la mochila en la espalda y bebo el café caliente, mientras imploro que durante la jornada se repita el milagro de las bodas de Caná.
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Identifico algunos olores en el viento helado que penetra la nariz. Busco el origen de la mezcla; recorro el albergue donde habitan 250 migrantes, provenientes principalmente de Guerrero, estado del sureste mexicano, uno de los más ricos en recursos, lastrado por terribles desigualdades y peores gobiernos. Ellos, los padres, se dedican al corte de caña; ellas, las mujeres, al corte de la zarzamora. El humo azul de algunas de las humildes chozas nutre el coctel aromático, otro poco la basura que rodea la cancha de futbol; el resto, lo proveen los gases que emanan del ingenio azucarero que estructura la vida del pueblo. La vista se detiene al fondo, en los imponentes volcanes, el de fuego y el Nevado de Colima, el espectáculo cotidiano que fue mi paisaje en la infancia y los primeros años de la juventud.
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Libro de Actas del Congreso Iberoamericano de Docentes