18 de enero de 2020

Inés Dussel. El Monitor. Profesora de Matemática, doctora en Didáctica de la Matemática e investigadora de la Secretaría de Cultura del Sindicato Único de Trabajadores de la Educación (SUTEBA), Patricia Sadovsky reflexiona sobre la enseñanza de las matemáticas desde un contexto más amplio que el dado por el “recorte del aula”.

-¿Cómo pensar hoy la enseñanza de las matemáticas en el contexto del aula, de la escuela, de la cultura? En general la didáctica tendió a centrarse casi exclusivamente en el aula, pero tu perspectiva plantea que no alcanza para pensar en los procesos de transformación de la enseñanza.

-El recorte del aula es necesario. El otro día escribí algo para mi trabajo en SUTEBA, donde decía que se necesita una generosa confluencia de miradas para que las producciones de quienes estudian y también de quienes actúan en la escuela puedan constituir aportes sustantivos a fin de elaborar estrategias de mejora. Es decir, me parece importante que cada uno de los distintos recortes que miran a la escuela pueda seguir desarrollándose, pero hay que entender que ninguno alcanza por sí solo y que es necesario el diálogo entre ellos para pensar las condiciones de transformación y de legitimación de la escuela.

Comunidad de Educadores: Un espacio para visibilizar el pensamiento de los docentes

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Y en 2020 haremos entre todos el Año Iberoamericano de la Cultura Científica

Creo que el “recorte aula” es necesario porque contribuye a desnaturalizar el conocimiento. Y con esto me refiero a dos cosas: la primera es revisar la idea de que la enseñanza de un determinado tema remite a un conjunto de prácticas más o menos predeterminadas. Por el contrario, a propósito de la enseñanza sobre un campo de ideas hay muchísimos recorridos posibles que están condicionados por el tipo de problemas que se proponen para su estudio. Ligar las ideas a los problemas a partir de los cuales se producen dichas ideas es un movimiento necesario de desnaturalización.

La segunda cuestión está en diálogo con la primera, y es que cuando se habilita a los alumnos, cuando se abre verdaderamente el juego, las estrategias que ellos proponen para abordar una problemática pueden ser diferentes de las que imagina el profesor. Es interesante que pensemos que esas ideas que elaboran los alumnos son constitutivas de aquello que el profesor quiere enseñar. Me gusta ofrecer una imagen: puedo pensar la relación entre el pensamiento del profesor y el de los alumnos como una cuestión de distancias. En ese caso, se trataría de acercar lo más posible a los alumnos a las ideas del profesor. Sin embargo, si pensamos que se trata de sistemas de ideas diferentes, la pregunta por la distancia pierde sentido. Se trataría, entonces, de concebir la enseñanza como un modo de favorecer el diálogo entre esos sistemas de ideas, de modo que los alumnos transformen sus ideas en la interacción, y en algún sentido que también las transforme el profesor, en la medida en que accede a modos de mirar una cuestión que resultan originales y difíciles de imaginar para él que ya tiene el saber muy elaborado.

En este sentido, el “recorte aula” es fundamental para estudiar los procesos de producción en la clase. Ahora bien, sabemos hace mucho que el modo en que finalmente se desplegará el conocimiento adentro del aula está muy condicionado por la organización de la institución escolar, que a la vez está inserta en la sociedad. Continuando con imágenes geométricas, podríamos decir que no se puede entrar al aula sin pasar por la escuela pero no se habrá recorrido la escuela sin entrar a las aulas. Si las miradas no confluyen, tendremos muchas dificultades para generar una legitimación fortaleciendo la función central de la escuela, que es la de poner a los jóvenes frente al conocimiento y habilitar que puedan mirar la realidad desde distintos aparatos de ideas.

-Entonces, si la pregunta ya no es más, o no debería ser, por la distancia que separa a ese alumno de “mi” conocimiento, ¿cuál sería la pregunta que organiza el trabajo del profesor? Es claro que no nos da lo mismo qué construyen los alumnos en el espacio del aula. ¿Qué vuelta le das vos en el trabajo con los profesores de matemática?

-Es muy interesante, y muy revelador para los profesores, cuando al escuchar las propuestas de los alumnos pueden interpretar cuáles son las ideas que sostienen esas propuestas, más que evaluar si lo que plantean es correcto o erróneo. Un alumno posicionado genuinamente en un vínculo con la problemática que se está planteando en el aula, y cuando digo genuinamente estoy pensando en un alumno con interés en abordarla, con sus ideas puestas al servicio de abordarla, produce ideas sobre las que hay que trabajar, no para que las descarte de plano porque alguien le dijo que son erróneas, sino para que entienda por qué son inconsistentes. Pienso en un movimiento que es dejar de pensar las ideas erróneas en primer lugar como erróneas, y concentrarnos en que son ideas. No estoy relativizando el conocimiento, ni estoy diciendo que vale todo y que construyamos nuestra propia matemática dentro del aula. No, nada de eso. Pero cuando pienso en términos de una idea de un alumno y no en términos de un error o de una dificultad, como docente me convoco a que el alumno encuentre la inconsistencia entre lo que propone y lo que sabe. Ahí el profesor se puede preguntar cuáles son los elementos disponibles en la clase que permiten a los alumnos darse cuenta de la inconsistencia de su propuesta y transformarla. La posibilidad de transformar las ideas de los estudiantes para que entren en contacto con las ideas de la disciplina radica en la oportunidad que tengan los estudiantes de incorporarlas en la discusión en el aula.

-Hablabas de alumnos que se posicionan genuinamente para abordar un problema, que se disponen a trabajar en el aula. ¿Cómo se arma esa “disposición a trabajar”? Ese es un gran problema hoy, sobre todo en las escuelas secundarias.

-Cómo se arma la disposición es una gran pregunta, y puedo aproximar respuestas en pequeña escala, porque a gran escala creo que no está construida esa respuesta. En mi experiencia de trabajo colectivo con profesores de Florencio Varela que hago en el marco de la investigación que llevamos a cabo en SUTEBA, hacemos un trabajo de proyección o de planificación compartida en cuya implementación participa no solo el profesor a cargo del curso sino otros integrantes del grupo que acompañan registrando las clases. En esta planificación nos preguntamos cómo responderán los alumnos a nuestras propuestas, y cómo armamos las propuestas para que las ideas que nos interesa tratar puedan emerger en la interacción en el aula. Es un trabajo de anticipación, de análisis de la potencialidad de lo que estamos planteando. En este sentido los chicos están presentes en la discusión, son nuestros interlocutores implícitos en el momento de tomar decisiones. De esta manera se instala un lazo entre los problemas que vamos a proponer y los recursos que los alumnos pondrían en juego para resolverlos. Implícitamente, hay dos preguntas básicas que comandan la discusión: ¿cómo van a hacer esto?, ¿queremos promover que hagan esto? Este diálogo imaginario con los alumnos, esta anticipación acerca de sus posibilidades, ayuda a configurar en las cabezas de los profesores un estudiante que va pudiendo, un estudiante que se involucra en un recorrido a partir de su participación en los intercambios que se sostienen en el aula, un estudiante capaz de hacer algunas relaciones a partir de las cuales podrá elaborar otras en el juego de la clase. Cuando uno hace eso como experto, piensa en un sujeto genérico, pero cuando lo hace con los profesores, ellos piensan en sus alumnos reales, cada uno piensa si “los míos van a poder” o “no van a poder”, y empiezan a imaginarse alumnos que hacen cosas. Se construye una intencionalidad como parte de ese trabajo colectivo que modifica la posición del docente respecto de sus expectativas y esto interviene de alguna manera en la disposición de los estudiantes. Otro aspecto que genera buenas condiciones es que los docentes van a las aulas con compañeros que toman registros, que lo ayudan con los chicos. Y los chicos ven docentes que están haciendo un movimiento para la enseñanza de ellos, y se disponen de otra manera por ese hecho. El trabajo colectivo supone un sostén para los profesores y a la vez una exigencia. Es un modo de hacer pública la enseñanza en serio. Y aunque resulta exigente para ellos, los ayuda a construir confianza en el proyecto, una confianza que habilita a los chicos a desplegar lo que piensan. Cuando los chicos quedan habilitados, hay más condiciones para que se dispongan a trabajar, a interesarse en esa propuesta que lleva ese docente. Obviamente, la propuesta debe ser desafiante y posible. Esto no sortea el dramatismo de algunas condiciones muy críticas pero amplía el universo de lo posible mucho más de lo que uno imagina. Como verás, estoy haciendo hincapié en el trabajo colectivo tanto para pensar la clase como para trabajar dentro de ella. A esta altura estoy convencida de que concebir la docencia como un trabajo colectivo es un requisito fundamental para generar otra disposición en los alumnos.

-En ese camino, ¿no hay algo a repensar de la selección curricular? Hay una pregunta que viene de los chicos que es “y a mí, ¿para qué me sirve?” que hay que tomarse en serio. Muchas veces los contenidos escolares se piensan más en función del éxito escolar, de seguir en la universidad –cosa que hace sólo un grupo– que en función de otro tipo de cuestiones que tienen que ver con una relevancia para sus vidas, sean las que sean…

-No es algo que pueda responder contundentemente. Me parece importante pensar en términos de cuál es para los alumnos la experiencia de producción dentro de un aula: creo que esto es lo más sustancial. No creo que uno tenga que decir que, si es de Ciudad Oculta, un chico necesita aprender funciones, y si es de Mar del Plata, necesita polinomios, por dar cualquier ejemplo. No creo en eso, no estoy de acuerdo. Creo que hay un universal, además de los particulares que alojan a la diversidad, y el universal para mí es una experiencia intelectual sustantiva. Eso es lo que la escuela debería brindar a todos. Uno puede pensar cuáles son las zonas más potentes para que eso se despliegue. Ahí sí hay algo a revisar desde lo curricular, porque se podría seleccionar un programa de trabajo eligiendo aquello dentro de la disciplina que tiene más posibilidades de desplegar una experiencia intelectual sustantiva, y que tiene más posibilidades de entrar en diálogo con problemáticas complejas. Este es un tema pendiente de la escuela: generar en serio condiciones para que los chicos puedan abordar problemáticas complejas y para que puedan reconocer el trabajo de distintas disciplinas que convergen en la solución de esas problemáticas. Pero para eso los chicos tienen que saber cosas de esas disciplinas; si no saben cosas, no lo pueden hacer. El tema es cómo se arma este juego entre aprender cosas de la disciplina y aprenderlas abordando problemáticas complejas. Ese juego sigue siendo objeto de indagación, no es sencillo. Muchas veces se simplifican tanto las problemáticas que se termina tratando algo banal que no supone aprendizajes nuevos para los alumnos.

Ahora bien, para abordar problemáticas complejas se necesitan espacios institucionales distintos de los que hay hoy en las escuelas. La formación de profesores sigue siendo estrictamente disciplinar, y uno puede ver que, desde la formación, los profesores no están en condiciones de enfrentar en el aula el uso de la matemática en problemáticas relativamente complejas y que involucran a otras disciplinas. Si no se asoman a eso en la formación, es mucho lo que les queda para indagar cuando ya están en la institución escolar.

-Hablando de la formación docente, desde mi perspectiva hay un problema en los últimos años que tiene que ver con un énfasis fuerte en la didáctica de los procesos, y parece que los contenidos o los resultados no importan porque son “productos”. Uno lo ve en las aulas en un rebote complicado: los chicos se apropian de eso que decimos los docentes, y entonces, en su negociación cotidiana, te dicen que no importa que hayan hecho mal la cuenta porque lo que importa es el proceso, entendido incluso a veces como el procedimiento mecánico.

-Creo que son contradicciones falsas la del proceso-resultado o la de teoría-aplicación. Creo que, obviamente, interesa el recorrido, interesan las condiciones de producción, e interesa que un alumno esté en condiciones de validar lo que hace y que, si está mal, lo pueda corregir. Se necesita también que los alumnos estén en condiciones de poner a prueba lo que aprenden. Si hay un proceso que no se concreta en poder resolver, se puede apreciar poco la potencia del conocimiento, y creo que una de las cosas que hay que fortalecer es esa: que el conocimiento sirve para resolver cosas, para pensar cosas, para poder contrastar soluciones y alternativas.

Vuelvo a la pregunta de “a mí para qué me sirve”. Podríamos decir que un alumno que, inmerso en una maraña de discusión, no logra, como producto de su experiencia educativa, identificar cosas y procesos, ese alumno participó de un proceso pero no necesariamente queda habilitado para reutilizar lo que aprendió o para tener un vínculo con el conocimiento sustentable más allá de la escuela. Ahí veo un problema. En la escuela habría que poder generar una experiencia que le permita a un alumno decir “esto no lo sabía y ahora lo sé, y sabiendo esto que aprendí puedo resolver esto otro que antes no sabía resolver”. Eso les permitiría a los jóvenes construir la idea de que uno puede ir elaborando recursos para abordar las cosas. Esa es una idea que está invisible en los pibes, hoy. Una pregunta fundamental para los que de una u otra manera intervenimos en la enseñanza debería ser: cómo hacer para que tengan esa experiencia de la potencia del pensamiento, en el pedazo que la escuela puede, que no es el todo, claro. Pensar es relacionar ideas y producir nuevas ideas, tener la experiencia de, a partir de ideas, producir ideas. Lo que nos tiene que preocupar es cómo hacemos para que eso pase en las aulas.