17 de abril de 2019

La escuela es una institución anacrónica que no se ha adaptado a los cambios; sin embargo, empiezan a verse signos de transformación que solo funcionarán si están al servicio de pedagogías solventes

Hay un manido chiste sobre alguien hibernado hace unos siglos que, despertando hoy, enloquecería en cualquier entorno menos en uno: el aula, congelada en el tiempo. En España lo suele protagonizar un monje, en Estados Unidos Rip van Winkle, y por doquier es la metáfora de una discronía, de algo o alguien que no sigue el ritmo de la historia o que sobrevive a su tiempo.

Puede ser o no el caso de un maestro pero, sin duda, es el del aula: nació en un contexto de escasez de la información y el conocimiento escolares, cuando solo unos pocos educadores podían llevarlos a muchos alumnos, los libros debían llegarles vía lección, etc. Se creó sobre el modelo del templo y el sermón, la experiencia de la que venían los docentes y, más aún, sus formadores, y se estabilizó porque anticipaba asimismo el taller industrial y la oficina burocrática, el futuro para la mayoría de los alumnos. Pero hoy es un anacronismo.

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