1ro de noviembre de 2021

Shutterstock / Toa55

Antonio Ruiz de Elvira Serra, Universidad de Alcalá

Se acaba de publicar la primera parte del sexto informe del IPCC (por sus siglas en inglés) sobre el cambio climático actual. Actual, porque durante toda la historia de nuestro planeta el clima ha cambiado constantemente, pero lo que nos interesa hoy es este cambio climático, pues nos afecta directamente: incendios cada vez más frecuentes, inundaciones, subida del nivel del mar, sequías, olas de calor y de frío…

Según la evaluación del IPCC, no hemos conseguido frenar el aumento de la temperatura media global de la Tierra. Durante este año y medio de pandemia la concentración de CO₂ en la la atmósfera ha seguido su crecimiento al mismo ritmo que en los años y décadas anteriores.

Ya no hay duda de que este aumento de la temperatura global se debe a la emisión constante de gas carbónico por la extracción de energía a partir de los combustibles fósiles y, desde hace algunos años, por la emisión de metano de las tundras desheladas de Siberia y Canadá. Nunca hubo dudas entre los científicos, pues el fenómenos es transparente, pero sí las ha habido (y aún las hay) entre los políticos que tienen que poner en marcha las alternativas a esa quema de combustibles fósiles.

El CO₂ actúa en la atmósfera como una especie de manta que dificulta la salida de energía en forma de radiación infrarroja (la que se siente bajo un toldo recalentado por el sol estos días de playa y verano) desde la superficie del planeta hacia el espacio exterior. Gracias a este gas nuestra temperatura no es la Marte. Pero gracias a que no hay demasiado CO₂ en la atmósfera, esa temperatura no son los 400 ℃ del planeta Venus.

Anomalías de temperatura media global (suelo y océanos) desde 1880 a 2021. Observamos la tendencia exponencial de aumento, con los correspondiente altibajos propios de un sistema estocástico. NOAA

De la última glaciación al cambio climático

En los enfriamientos del último millón de años (las glaciaciones) el mar ha bajado su nivel al depositarse el agua en las zonas nórdicas y en las montañas en forma de glaciares. Como consecuencia, la presión sobre los clatratos de talud oceánico ha disminuido, de manera que estos han liberado enormes cantidades de metano. Este funciona como el CO₂, pero de forma treinta veces más intensa.

La atmósfera, fría, de las etapas glaciales, se ha calentado. Y con ella, los océanos, que han liberado, como una gaseosa puesta al fuego, el dióxido de carbono que tienen disuelto. Metano y CO₂ cambiaron las etapas glaciales a etapas calientes. La última tuvo su máximo hace unos 6000 años, cuando los glaciares se fundieron, arrastrando barro fértil hacia los valles y produciendo, en conjunción con la existencia del Homo sapiens (aparecido durante la ultima etapa glacial) la primera revolución energética, la revolución agrícola.

Hoy, como consecuencia de la segunda revolución energética (iniciada en Inglaterra hacia 1800 con el consumo masivo de carbón, y continuada con la extracción aún más masiva de petróleo y gas) estamos lanzando a la atmósfera mucho más dióxido de carbono que el liberado al final de la última glaciación.

La consecuencia es evidente: la subida de temperatura es muchísimo más rápida que entonces, y los niveles de CO₂ hoy en la atmósfera no tienen equivalente en los últimos tres millones de años. Por eso el informe del IPCC afirma que el cambio ya está hecho, y que la temperatura seguirá subiendo aunque pudiésemos detener bruscamente las emisiones de CO₂ y metano.

Ahora se trata de no aumentar aún más este cambio climático actual. Una subida de 1,5 ℃ de la temperatura media global es mala, pero un aumento de 3 ℃ sería realmente catastrófico. Si con la pandemia las sociedades han sufrido durante un año y medio (en España tardaremos muchos años en recuperar el nivel de vida de antes de 2007) es fácil pensar lo que pueden ser décadas completas de perturbación climática con el aumento constante de extremos meteorológicos.

Cómo frenar el avance del cambio climático

Tenemos todas las herramientas en nuestras manos para frenar el calentamiento global del planeta, solo nos falta la decisión para ponernos manos a la obra. Tres componentes de nuestras vidas son esenciales en el aumento de concentración de CO₂ en la atmósfera y su consecuencia, el incremento de metano: los edificios mal aislados (alrededor del 50 % de responsabilidad), los vehículos de motores de explosión y combustión y la quema de gas natural (hoy ya no se quema carbón en España, pero si en ingentes cantidades en China y en la India) para generar electricidad (otro 30 %).

Coches eléctricos recargándose. Alejandro Romero/Flickr, CC BY-NC

Los edificios nuevos ya se construyen relativamente bien, aunque deben mejorarse los aislamientos y las formas de calefacción y refrigeración. Por ejemplo, con el paso de radiadores a paredes, suelos y techos radiantes. Es imprescindible abordar el acondicionamiento de los edificios antiguos.

En cuanto a los vehículos, tenemos ya la tecnología necesaria para eliminar el petróleo. Y ya se pueden producir baterías de sodio, un metal muchísimo más abundante y barato que el litio, ya que forma parte de la sal del mar. Es necesario lanzar de manera acelerada la producción de vehículos eléctricos, coches y camiones.

Pero esa producción no sirve de nada si la electricidad se sigue produciendo mediante combustibles fósiles, que es preciso eliminar, y si no hay una infraestructura capaz de cargar rápidamente los vehículos. Es preciso llenar las calles y carreteras de cables eléctricos que permitan recargarlos con la misma velocidad y facilidad con la que se se recargan de combustible en las gasolineras. Sin esto, la producción de vehículos eléctricos no avanzará.

El sistema climático es un sistema no lineal, y estos sistemas tienen la tremenda característica de realimentarse y empezar a acelerar. La desaparición del hielo del norte del planeta aumenta cada vez más el calentamiento. Atajar el problema no es urgente, es urgentísimo.The Conversationhttp://theconversation.com/es/republishing-guidelines —>

Antonio Ruiz de Elvira Serra, Catedrático de Física Aplicada, Universidad de Alcalá

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.