J. Xavier Gando.
En materia educativa, y en sus sucesivas y permanentes actualizaciones y reformas , pocos temas se habrán discutido tanto como el relativo a la evaluación. Se ha escrito infinidad de textos, documentos, artículos, impresos y/o virtuales; se ha debatido en multitud de foros en distintos ámbitos, (no solamente educativos), y sin embargo, es un tema recurrente que continúa habitando en el reino de las paradojas, para muchos asociado más a los 12 trabajos de Heracles que a algo físicamente posible desde la óptica de lo incuestionable; y continúa estando envuelto en una polémica constante respecto de su procedencia, su camino o su finalidad.
Todos de una forma u otra hemos sido evaluados en algún instante de nuestra vida, y quizá por esa simple razón (más aún en el universo de quienes estamos involucrados en la docencia) nos consideramos, si no expertos, por lo menos hábiles en materia de evaluación; de hecho, convivimos con ella y la practicamos casi sin darnos cuenta y sin cuestionar demasiado cada estrategia que adoptamos.
Sin embargo, si alguien nos pregunta y lo razonamos, somos capaces de aceptar que las prácticas tradicionales de evaluación que generalmente adoptamos y aplicamos, (cualquiera en la que pensemos rápidamente en este momento), pocas veces conducen a resultados satisfactorios para las partes, casi siempre queda un mal sabor de boca tanto en evaluador como en evaluado… esta premisa nos lleva a pensar entre otras cosas, que no existe una sola forma de evaluar, existen tantas cuantos evaluadores o evaluados existan; y estas tantas a su vez dependientes de qué, para qué, cuándo, dónde… una matriz de opciones realmente inconmensurable, y que a pesar de ello, sistemáticamente volvemos a intentar medir y racionalizar como algo más parecido a las pruebas en la producción industrial, en la que si es posible evaluar si un proceso o un producto cumple o no con las especificaciones dadas.
Ahora bien, decía que aún cuando mayoritariamente compartimos la opinión de que el proceso de evaluación es decididamente polifacético, dependiendo de nuestro lugar en el sistema, usualmente ponemos el foco en una sola de sus caras:
Pocos dudan de la importancia de evaluar, pero es complejo definir cuál es esa importancia, en qué radica, cuáles son sus alcances, límites o consecuencia; al inicio hablábamos de que es un tema que genera grandes debates y polémica, y al respecto conviene tener presente que éstos, (debate y polémica), se producen cuando muchos saben mucho de un tema; o, cuando muchos desconocen de un tema.
Una gran mayoría coincidimos en que la evaluación forma parte indivisible del sistema educativo, (independiente de la pertinencia de evaluar antes, durante o después del proceso de enseñanza-aprendizaje, evaluación formativa, sumativa, etc.); sin embargo, también es claro que se trata de dos procesos que han seguido sus propios caminos, a menudo diferentes. Hoy el proceso educativo es diferente, o por lo menos pretendemos que lo sea; las formas de aprender son diferentes, o al menos eso pensamos; por lo tanto, estamos conscientes de que la evaluación también tiene que ser diferente… podemos fácilmente visualizar el sistema tradicional de evaluar, sin embargo nos cuesta un poco más bajar a tierra un sistema nuevo para evaluar, acorde a los tiempos, y esto quizá, porque aún no tenemos una conciencia clara, mensurable y definitiva de cómo han cambiado esos mismos tiempos; y, ante la duda, es preferible seguir con lo que ha funcionado hasta ahora, cuestionado, si, pero que permite exhibir resultados.
En ese camino, todos estamos conscientes de su complejidad y de que hay que hacer algo para mejorarla, entendiendo esto como hacerla eficiente, práctica, útil… pero pocos se atreven a decir cómo… hoy está muy en boga decir que “una de las funciones pedagógicas más importantes de la evaluación es la motivación que puede producir en los participantes”, y a nadie escapa el hecho de que pocas cosas son más desmotivantes para un estudiante, que una nota deficiente en una evaluación, independiente de si es numérica o no; Stiggins plantea por su parte, “que lo que hace más efectivo el aprendizaje, es que los alumnos se involucren activamente en el proceso de evaluación”, muy buen consejo, pero complejo de llevar a la práctica por varias razones: para monitorear adecuadamente un proceso de autoevaluación se requiere diseñar mecanismos adecuados, alguien debe diseñarlos, alguien debe testearlos y demostrar que funcionan, alguien tiene que implementarlos, alguien eventualmente vendrá a cuestionarlos… todos, factores que suman al ineludible conocimiento cabal de todo el sistema, necesidades de tiempo y recursos.
Mientras tanto, las autoridades educativas diseñan cientos de cuestionarios y se sigue midiendo la capacidad, calidad y bondades del sistema en función de números, cifras o porcentajes al mejor estilo del Retrato de Dorian Grey… presentamos y justificamos grandes avances con cuadros estadísticos y gráficos elocuentes, mientras la realidad subyace en franco deterioro. Pienso que la dificultad principal hoy radica en que aún no hemos podido desarrollar un proceso de evaluación común, compartido por todo el sistema, (como era el sistema tradicional, repito, cuestionado, si, pero conocido y aceptado por todos), con estándares claros predefinidos… el peligro de no hacerlo de manera urgente, (si es que lo es), es que ante la dificultad de encasillar el proceso para poder entenderlo fácil y gráficamente, (a tono con los tiempos), muchos estamos luchando por desaparecerla y avanza fuertemente la teoría de que conviene no evaluar para no crear problemas psico-sociales a los antes evaluados, claro ejemplo de que el saber popular siempre encuentra el camino, hay un sabio dicho popular: “muerto el perro, se acabó la rabia”.