14 de junio de 2020
Laboratorio de análisis clínicos del Hospital Civil de Málaga. Años 50, siglo XX. Foto Arenas / Archivo Fotográfico de la Universidad de Málaga. @CTI-UMA

Víctor Manuel Heredia Flores, Universidad de Málaga

La información es poder, como sabemos. Eso explica por qué el control de la información ha sido uno de los objetivos de las autoridades de todos los tiempos. En las crisis epidémicas como la que vivimos, el conocimiento exacto de la difusión y el impacto de la enfermedad ofrece una herramienta precisa para tomar decisiones adecuadas y evitar el contagio. Pero además, la divulgación de esa información adquiere un valor estratégico que la convierte en un potente instrumento de control social.

Así circula la información

Históricamente la circulación de la información ha estado siempre limitada a una minoría, generalmente bien asentada en el ejercicio del poder. A lo largo del siglo XIX, el desarrollo de la tecnología, la alfabetización y los medios de comunicación fue modificando esa situación. Luego, al comenzar el XX, se hizo evidente la necesidad de establecer controles sobre la difusión de noticias en países con regímenes políticos no democráticos o en situaciones críticas como guerras.

Es de sobra conocido, y ha sido muy recordado en los últimos tiempos, el caso de la pandemia que ha pasado a la historia con el nombre de “gripe española”. Su verdadero origen es incierto (los focos iniciales han sido situados en Estados Unidos, Francia o China), pero su mortífera difusión por todo el mundo coincidió con los meses finales de la Primera Guerra Mundial.

Por eso las noticias acerca de su presencia y efectos fueron consideradas de interés militar y, en consecuencia, sometidas a censura. Excepto en España, uno de los pocos países europeos que mantuvo la neutralidad y en el que la prensa pudo informar con libertad sobre la extensión de aquel virulento brote de gripe.

El “piojo verde” y la limpieza ideológica

En las siguientes décadas no se repitieron en España epidemias tan graves como aquella. Sin embargo, en los difíciles años que siguieron a la Guerra Civil sí se produjo un grave deterioro del estado sanitario del país por la propagación simultánea de varias enfermedades contagiosas como la difteria, el paludismo, la viruela y el tifus exantemático.

En un contexto social de miseria y hambre, la difusión de esas enfermedades coincidió con el proceso de implantación de un régimen dictatorial que ejercía un fuerte control político y social después de ganar la guerra.

Sin ir más lejos, el tifus exantemático puso a prueba la capacidad de gestión de una epidemia a la que se le dio un evidente sesgo ideológico. La enfermedad fue conocida popularmente como el “piojo verde”, ya que el patógeno causante, la bacteria Rickettsia prowazekii, era transmitida por el piojo del vestido. En un país empobrecido y hambriento, el tifus se identificaba con la gente desaseada.

El nuevo régimen no tardó en establecer un inmediato paralelismo entre una imagen sana, fuerte y limpia propia de los vencedores, que se contraponía a la parte enferma, débil y sucia de los derrotados. La higiene personal se consideraba señal de limpieza ideológica.

En el comedor del Hogar Rosa - Auxilio Social para niños huérfanos (Málaga, 1937). Foto: MINISTERIO DEL INTERIOR / DELEGACIÓN DEL ESTADO PARA PRENSA Y PROPAGANDA. Biblioteca Digital Hispánica - BNE
Niños ven pasar un avión en las inmediaciones de la Plaza de España (Madrid, 1937). Foto Mayo. Biblioteca Digital Hispánica - BNE

En aquellos momentos, los problemas sanitarios eran tratados como cuestiones de orden público. En cada provincia la figura del omnipotente gobernador civil era responsable de la salud pública y rendía cuentas ante el Ministerio de la Gobernación, equivalente al actual departamento de Interior. Por ejemplo, cuando en abril de 1941 las autoridades reconocieron la existencia de tifus en la ciudad de Málaga el gobernador civil, José Luis Arrese, publicó un bando dictando medidas “para evitar el grave problema sanitario”, sin mencionar expresamente la enfermedad.

Inicialmente se adoptó una estrategia represiva: reclusión de “las personas sucias y desaseadas” en sitios aislados y evacuación de mendigos a sus lugares de origen en trenes precintados. La responsabilidad del brote se hizo recaer sobre las personas con escasa higiene, es decir, sobre las conductas individuales de individuos sin recursos e ideológicamente sospechosos. La epidemia se prolongó hasta 1943, causando unos 3.500 fallecimientos en todo país, de los que unos 500 se localizaron en Málaga.

Fiebre tifoidea: la enfermedad que no afectó a los pobres

Un nuevo brote epidémico, ahora de carácter local, afectó a la ciudad en 1951. En esta ocasión se trató de la fiebre tifoidea. Su origen se estableció en el deficiente estado de la red urbana de suministro de agua, que dio lugar a la contaminación por restos fecales.

Aquella epidemia tuvo la particularidad de que afectó especialmente a calles céntricas habitadas por personas de clase media y que disponían de agua a domicilio, mientras que los barrios obreros quedaron al margen del contagio. El hacinamiento y la pobreza no sirvieron en esa ocasión para explicar la extensión de la enfermedad.

Para hacerle frente, las autoridades sanitarias propusieron, entre otras medidas, la vacunación obligatoria de toda la población y la depuración del agua por el sistema de cloración. La campaña de vacunación fue masiva, alcanzando a 202.160 personas. Se contabilizaron oficialmente un total de 2.943 casos declarados, mientras que el número de muertes ascendió a 52.

Mariano Fernández Horques, jefe provincial de Sanidad, realizó una velada crítica a las autoridades locales por intentar mantener en silencio la existencia de la epidemia: “Ciertamente se hubiera logrado mayor colaboración pública desde el primer día con la divulgación de los auténticos orígenes del incidente sanitario, contribuyendo tanto al éxito de la campaña de vacunación iniciada con carácter voluntario, como a la adopción de medidas domésticas sobre el consumo de agua”.

Cólera y derecho a información veraz

Veinte años después, en 1971, se produjo un brote de cólera en la ribera del Jalón, en la provincia de Zaragoza. Fueron vacunadas más de 600.000 personas. Sin embargo, Gimeno de Sande, uno de los responsables de la Dirección General de Sanidad, mostró su escepticismo ante la vacunación masiva e hizo hincapié en la necesidad de invertir en medidas preventivas y en informar con claridad: “El público tiene derecho a ser informado con toda veracidad, y los sanitarios la obligación de proporcionarles tal información, y muy principalmente a los poderes públicos, para hacerles comprender la poquísima eficacia de la vacunación para prevenir o cortar un brote, y de que es innecesaria en casi la totalidad de nuestras grandes poblaciones; que lo que importa es resolver el problema de abastecimiento público de agua de todas nuestras localidades, que es rentable, y así se evitaría el miedo a los brotes de cólera y desaparecería la endemia de nuestras enfermedades tíficas.”

Estas palabras recuerdan a las que había escrito la comisión técnica de expertos que estudió la epidemia malagueña de 1951: “Una actitud de silencio solo puede servir para desorientar. En la prensa debe hablarse de la situación sanitaria, aplicando si se quiere acentos optimistas, pero siempre que con ellos no se cause confusión ni se oculten las prácticas sanitarias en las que deben participar más o menos activamente”.

Un claro mensaje que, aunque expresado en un contexto dictatorial, es válido para todas las épocas.The Conversationhttp://theconversation.com/es/republishing-guidelines —>

Víctor Manuel Heredia Flores, Profesor de Historia Económica, Universidad de Málaga

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.