14 de septiembre de 2021

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Gonzalo Génova, Universidad Carlos III

¿Soy libre o es una mera ilusión? No faltan, entre investigadores de todo el mundo, quienes niegan que la libertad sea una característica humana real. El argumento suele ser que, puesto que somos seres materiales, estamos sometidos a las leyes deterministas de la materia. Por lo tanto, no somos libres.

No voy a tratar de demostrar científicamente que somos libres. De hecho, dudo mucho que esto se pueda demostrar de modo experimental. Tan solo constato que el determinismo choca frontalmente con la experiencia de la libertad y otras estrechamente relacionadas, como la educación.

Si somos seres completamente sometidos a las leyes deterministas de la naturaleza, entonces el yo no es autor de su vida sino, como mucho, un espectador pasivo de lo que pasa, dentro y fuera de él. Un yo ficticio y una libertad ficticia es todo lo que cabe dentro de este determinismo. Si no somos dueños de nuestros actos, si nuestra conducta es puramente instintiva (reacción mecánica a los estímulos recibidos), entonces toda discusión sobre la ética es una pérdida de tiempo.

El “espejismo” del libre albedrío

Yuval Noah Harari es uno de los pensadores de moda. En su artículo Los cerebros ‘hackeados’ votan, explica brillantemente que las nuevas tecnologías amenazan muy seriamente nuestra vida social y democrática, ya que los Gobiernos y las empresas harán lo posible por hackear o piratear el “sistema operativo humano”, como él lo llama, para manipularnos a su conveniencia.

Pero no se contenta con advertir sobre estos peligros, sino que se atreve a señalar que la raíz de todo el problema es nuestra creencia en el “espejismo” del libre albedrío:

Por desgracia, el libre albedrío no es una realidad científica. Es un mito que el liberalismo heredó de la teología cristiana. Los teólogos elaboraron la idea del libre albedrío para explicar por qué Dios hace bien cuando castiga a los pecadores por sus malas decisiones y recompensa a los santos por las decisiones acertadas. Si no tomamos nuestras decisiones con libertad, ¿por qué va Dios a castigarnos o recompensarnos? Según los teólogos, es razonable que lo haga porque nuestras decisiones son el reflejo del libre albedrío de nuestras almas eternas, que son completamente independientes de cualquier limitación física y biológica.

Aquí habría que decir, como poco, que sorprende que Harari atribuya la idea occidental de libertad a la teología cristiana. ¿Es que antes del cristianismo no había reflexionado nadie sobre la libertad, ni en el mundo romano, ni en el griego, ni en el judío? ¿Es que el moderno alejamiento del cristianismo tiene que ir acompañado necesariamente de la negación de la libertad?

El lastre del dualismo cartesiano

Además, la concepción del alma como entidad “completamente independiente de cualquier limitación física y biológica” no es la de la teología cristiana, sino más bien la del dualismo cartesiano, que concibe el alma y el cuerpo como dos cosas distintas, unidas de un modo tremendamente problemático que el mismo Descartes nunca supo explicar de forma convincente.

Aceptar el postulado del dualismo cartesiano (“las cosas son: o materiales o inmateriales”) es el punto de partida que a menudo desemboca en negar la existencia de realidades inmateriales como la libertad, puesto que solo las materiales son “objetivas”. El dualismo cartesiano nos metió en un callejón sin salida. Pienso que jamás vamos a entender bien qué es el ser humano en toda su riqueza desde la aceptación del postulado cartesiano. Hay que dar marcha atrás y volver a pensarnos de otra manera.

Es cierto que el cartesianismo ha influido mucho en la teología cristiana posterior, y no digamos en la cultura popular, pero de un pensador tan sugerente como Harari esperaba algo más de agudeza. Tiene una idea completamente cartesiana del libre albedrío, como puro ser incondicionado, y así no es extraño que lo rechace, porque es bastante obvio que esa concepción no responde a nuestra experiencia cotidiana. Como seres materiales que somos, estamos sin duda condicionados, pero otra cosa distinta es decir que estamos completamente determinados. El tema es muy pertinente, pero el análisis de Harari es superficial.

La negación de la libertad no tiene consecuencias

Continúa Harari en ese mismo artículo:

Para sobrevivir y prosperar en el siglo XXI, necesitamos dejar atrás la ingenua visión de los seres humanos como individuos libres –una concepción herencia a partes iguales de la teología cristiana y de la Ilustración— y aceptar lo que, en realidad, somos los seres humanos: unos animales pirateables. Necesitamos conocernos mejor a nosotros mismos. […] ¿Qué hacer? Supongo que necesitamos luchar en dos frentes simultáneos. Debemos defender la democracia liberal no solo porque ha demostrado que es una forma de gobierno más benigna que cualquier otra alternativa, sino también porque es lo que menos restringe el debate sobre el futuro de la humanidad. Pero, al mismo tiempo, debemos poner en tela de juicio las hipótesis tradicionales del liberalismo y desarrollar un nuevo proyecto político más acorde con las realidades científicas y las capacidades tecnológicas del siglo XXI.

Aquí es donde incurre Harari en lo que he denominado la falacia del neuro-abogado: “necesitamos luchar… debemos defender…”. Si no somos libres, entonces toda esta parte de su discurso es un sinsentido. Si no somos libres, no tenemos ningún deber, no necesitamos defendernos de nada, y la manipulación deja de ser un mal criticable (y, obviamente, también deja de ser algo evitable).

Harari trata de convencernos con argumentos para que nos defendamos de la manipulación ideológica apoyada en las nuevas tecnologías. Esto está muy bien, pero no puede hacerlo sin asumir que, al menos en cierta medida, somos libres. Se contradice, pues, cuando trata de convencernos de que el libre albedrío es un espejismo.

Cuando en el lenguaje ordinario decimos que algo “tiene consecuencias”, podemos referirnos a dos cosas diferentes: consecuencias lógica o físicamente necesarias, o bien consecuencias prácticas para la acción libre. Las primeras se producen, por ejemplo, en las leyes de la naturaleza (“poner el agua al fuego tiene como consecuencia que se calienta”). Las segundas las entendemos como argumentos que deberían alterar nuestro curso de acción (“hay huelga de taxis, en consecuencia tendré que ir en autobús”).

Negar la libertad humana tiene como consecuencia necesaria que no somos dueños de nuestros actos. Pero no puede tener como consecuencia, para nuestra acción libre, la recomendación de una u otra estrategia de acción. Ni siquiera nos pueden exhortar a aceptar un destino “inexorable”, porque la actitud de aceptación o rechazo también estaría predestinada. Negar la libertad no tiene consecuencias prácticas. Debería ser obvio, ¿no?


Este artículo fue publicado originalmente en versión extendida en el blog del autor.The Conversationhttp://theconversation.com/es/republishing-guidelines —>


Gonzalo Génova, Profesor Titular de Lenguajes y Sistemas Informáticos, Universidad Carlos III

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.