18 de noviembre de 2020

Annelien de Dijn, Utrecht University

Europa está lidiando con su segunda ola de covid-19. Y los gobiernos parecen impotentes para detener la marea. A los líderes políticos holandeses les resulta difícil convencer a sus ciudadanos de que usen mascarillas. Una gran mayoría de votantes franceses piensa que el gobierno de Emmanuel Macron ha manejado mal la pandemia. Y Boris Johnson, primer ministro de Reino Unido, se enfrenta a la ira de todos los sectores por el nuevo confinamiento.

Según estos líderes, la llegada de una segunda ola no tiene nada que ver con sus propios errores políticos o la mala comunicación. No, los números están aumentando porque los europeos son personas amantes de la libertad y es difícil convencerles de que sigan las reglas. “Es muy difícil pedirle a la población británica, de manera uniforme, que obedezca las directrices de la manera que sea necesaria”, dijo Johnson, por ejemplo, en respuesta a las críticas a la política sanitaria de su gobierno. Del mismo modo, en los Países Bajos, algunos se apresuraron a atribuir las elevadas tasas de infección al hecho de que los holandeses son famosos por su aversión a ser “condescendientes”.

A menudo se invoca la misma justificación para explicar por qué a Europa le está yendo significativamente peor que a los países del este de Asia, donde la enfermedad parece estar más controlada. Según algunos expertos, la cultura política autoritaria y jerárquica de países como China y Singapur hace que sea mucho más fácil implantar medidas estrictas que en la Europa liberal.

La “gestión eficaz de la crisis” de Singapur, por ejemplo, supuestamente fue posible por el hecho de que su gobierno “siempre ha ejercido un control absoluto sobre el estado, con mano de hierro y látigo”. Por el contrario, muchos creen que la devoción a la “libertad individual” condenó a Occidente a su crisis actual.

Trabajadores sanitarios atienden a gente en una mesa con lámparas de colores colgando detrás.
Un centro de detección de coronavirus en Singapur. EPA-EFE

¿Es esto cierto? ¿Es un gobierno ineficaz el precio que se debe pagar por la libertad? Si así fuera, entonces quizás sea mejor que renunciemos a la libertad. Después de todo, a cualquier persona muerta o gravemente enferma no le beneficia ser libre.

Libertad colectiva

Afortunadamente, esta no es la conclusión que necesitamos extraer de la crisis. Como la Historia nos enseña, la libertad es bastante compatible con un gobierno eficaz. Los pensadores políticos occidentales, desde Herodoto hasta Algernon Sidney, no pensaron que una sociedad libre sea una sociedad sin reglas, sino que esas reglas deberían decidirse colectivamente. Para estos pensadores, la libertad es un bien público más que una condición puramente individual. Un pueblo libre, escribió Sidney, es un pueblo que vive “bajo leyes creadas por ellos mismos”.

Incluso filósofos como John Locke estuvieron de acuerdo con este punto de vista. Locke es a menudo retratado como un pensador que creía que la libertad coincidía con los derechos individuales, derechos que deberían protegerse a toda costa frente a la interferencia estatal. Pero Locke negó explícitamente que la libertad fuera víctima de la regulación gubernamental siempre que esas reglas se establecieran “con el consentimiento de la sociedad”.

“La libertad entonces no es… una libertad para que cada uno haga lo que quiera, para vivir como le plazca y no estar sujeto a ninguna ley”, escribió en su famoso Segundo Tratado. “Pero la libertad de los hombres bajo el gobierno es tener una regulación permanente con la cual vivir, común a todos los miembros de esa sociedad, y hecha por el poder legislativo erigido por ella”.

Fue solo a principios del siglo XIX cuando algunos comenzaron a rechazar este ideal colectivo en favor de una concepción más individualista de la libertad.

Una nueva libertad

Tras la Revolución Francesa, la democracia se expandió lentamente por Europa. Pero no fue bien recibida por todos. Muchos temían que la extensión del derecho al voto otorgaría poder político a los pobres sin educación, quienes sin duda lo usarían para tomar decisiones equivocadas o para redistribuir la riqueza.

La pintura muestra hombres atacando un gran edificio con humo de fondo.
La toma de la Bastilla, Jean-Pierre Houël, 1789. Wikimedia Commons

Por lo tanto, las élites liberales se embarcaron en una campaña contra la democracia, y lo hicieron en nombre de la libertad. La democracia, argumentaron pensadores liberales que iban desde Benjamin Constant hasta Herbert Spencer, no era el pilar de la libertad, sino una amenaza potencial para la libertad entendida correctamente: el disfrute privado de la vida y los bienes individuales.

A lo largo del siglo XIX, esta concepción liberal e individualista de la libertad continuó siendo cuestionada por demócratas radicales y socialistas por igual. Sufragistas como Emmeline Pankhurst estaban profundamente en desacuerdo con la opinión de Spencer de que la mejor manera de proteger la libertad era limitar la esfera del gobierno tanto como fuera posible.

Al mismo tiempo, políticos socialistas como Jean Jaurès afirmaron que ellos, y no los liberales, representaban el partido de la libertad, ya que el objetivo del socialismo era “organizar la soberanía de todos tanto en el ámbito económico como en el político”.

Occidente libre

Sólo después de 1945 prevaleció el concepto liberal de libertad sobre la concepción colectiva más antigua de libertad. En el contexto de la rivalidad de la guerra fría entre el “Occidente libre” y la Unión Soviética, creció la desconfianza en el poder estatal, incluso en el poder estatal democrático.

En 1958, el filósofo liberal Isaiah Berlin, en una lectura unilateral de la historia del pensamiento político europeo, afirmó que la libertad “occidental” era un concepto puramente “negativo”. Cada ley, declaró sin rodeos Berlin, tenía que verse como una usurpación de la libertad.

La guerra fría, por supuesto, ha terminado hace mucho tiempo. Ahora que estamos entrando en la tercera década del siglo XXI, es posible que queramos desempolvar el antiguo concepto colectivo de libertad. Si una cosa ha dejado clara la crisis del coronavirus es que amenazas colectivas como una pandemia exigen una acción decisiva y eficaz por parte de los gobiernos.

Esto no significa renunciar a nuestra libertad a cambio de la protección de un estado niñera. Como nos recuerdan Sidney y Locke, si el confinamiento más estricto cuenta con un amplio apoyo democrático y las normas siguen sujetas al escrutinio de nuestros representantes y la prensa, no infringirán nuestra libertad.The Conversationhttp://theconversation.com/es/republishing-guidelines —>

Annelien de Dijn, Professor of History, Utrecht University

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.