12 de abril de 2022

Shutterstock / Irina Wilhauk

Rubén Garrido-Yserte, Universidad de Alcalá

El Instituto Nacional de Estadística de España (INE) acaba de publicar el indicador adelantado del IPC de marzo: 9,8 %. Si el dato se confirma, sería la tasa de inflación interanual más alta desde ¡1985!

Esta cifra muestra que las nubes de tormenta de la inflación que anunciábamos en octubre de 2021 ya jarrean con fuerza sobre la economía española.

Es cierto que los riesgos que explicaban las tensiones inflacionistas en aquel momento no son los mismos de hoy. Pero sí lo son las consecuencias: los importantes efectos redistributivos que produce la inflación. Y fruto de ellos, el aumento de la conflictividad social.

La inflación no es un juego de suma cero sino una pérdida para casi todos, pues provoca el empobrecimiento del conjunto de la economía. Máxime, cuando se produce por un shock tan agudo como la escalada de los precios de la energía (, ). Unos bienes que, además, son importados. Primera pérdida: hay una transferencia de renta desde las economías importadoras y fuertemente dependientes (España, por ejemplo) a los países exportadores (Rusia, principalmente).

Inflación, ayudas y subvenciones

Con inflación alta uno de los ganadores es el Estado. Aumenta su recaudación vía impuestos especiales (de los carburantes, por ejemplo) y también via imposición directa, si los tramos impositivos no se actualizan de acuerdo con la subida de los precios.

Internamente, la inflación mina la capacidad de compra y esto genera una lucha de los distintos sectores económicos por mantener su poder adquisitivo que, en este episodio de inflación generalizada, está teniendo respuesta a través de diversas medidas gubernamentales:

  1. El desacople de los precios de la electricidad en el mercado mayorista de los precios internacionales del gas.

  2. La subvención del combustible a las industrias electrointensivas (aquí entra el transporte por carretera y otros colectivos de menor peso económico que también se han sumado a las reivindicaciones, como las autoescuelas).

  3. La subvención general de los combustibles. Esto, en forma de bajada de impuestos o del establecimiento de bonificaciones a los consumidores.

Nada de esto elimina el problema: el aumento del precio de un bien importado y del que se debería reducir fuertemente el consumo. Más bien distribuye el coste del ajuste entre todos.

En el primer caso, el desacople perjudica a las compañías eléctricas y a sus accionistas. Hasta ahora, la forma de fijar los precios en el mercado eléctrico ha hecho de las compañías eléctricas las grandes ganadoras de la subida del gas, pues han podido trasladar al mercado el aumento de sus costes y, además, obtener beneficios extraordinarios (beneficios caídos del cielo) gracias al sistema de mercado marginalista.

En el caso de las subvenciones, primas y bajadas de impuestos, todas estas medidas suponen un aumento del gasto público que han de asumir las economías (algunas, como la española, ya muy endeudadas), con lo que los pagadores del aumento de la deuda serán ya las próximas generaciones.

Pero el Estado sufre presiones no solo de los distintos sectores económicos, sino también de los funcionarios y pensionistas, que demandan subidas para protegerse de la inflación. Y eso genera más gasto público.

Subvenciones y contención del consumo energético

Este shock ha de encararse desde una perspectiva muy diferente a la habitual. Por la excepcionalidad de la guerra es importante establecer una estrategia que reduzca el consumo de energía de forma rápida y significativa.

Si como resultado de las medidas de apoyo a los sectores económicos y a la población en general la demanda de energía no cae, además de que el problema de base no se solucionará, se estará echando gasolina al fuego. Los sistemas de subvención tienen un límite, que es mucho más estrecho en economías endeudadas.

Cuando el vicepresidente de Acción Exterior de la UE, Josep Borrell, aludió a la oportunidad de bajar unos grados la calefacción, muchos se lo tomaron a mofa.

La cuestión es que estos pequeños gestos individuales tienen impactos muy significativos en la factura energética global. Reducir la movilidad también sería una medida a evaluar e implementar: ya hay experiencia con el teletrabajo en pandemia pero podría extenderse en otros ámbitos.

Alterar los precios con ayudas o subvenciones no contribuye a tomar decisiones que, aunque suponen una cierta pérdida de bienestar, reducen la dependencia energética, cuestión que se ha revelado clave a raíz de la guerra iniciada por Putin contra Ucrania.

Los instrumentos de gasto (como las subvenciones o la reducción de impuestos) deben utilizarse de manera muy selectiva. Son instrumentos extraordinariamente costosos para las cuentas nacionales y generan efectos distorsionadores en la asignación de recursos. Por tanto, deberían focalizarse en los colectivos más vulnerables, que experimentan en mayor medida los costes de la inflación.

Energía, cesta de la compra e inflación

La inflación mina la capacidad de compra pero no de todas las rentas por igual. Aunque su evolución se calcula sobre una cesta de consumo media, no todos los hogares consumen lo mismo. Hay diferencias muy significativas por niveles de renta y por tipos de hogar.

La Encuesta de Presupuestos Familiares del INE ofrece resultados de interés cuando se analizan los patrones de consumo de los hogares por quintiles de renta (desde el 20 % de las rentas más bajas hasta el 20 % de las rentas más altas).

Gasto medio por hogar, distribución porcentual, variación anual y diferencia absoluta por grupos de gasto. Año 2020. Fuente: INE, Encuesta de Presupuestos Familiares (EPF).

Según la última EPF publicada (2020), los hogares más pobres dedican a la alimentación el 22,1 % de su renta frente al 12,8 % de los hogares más ricos. En cuanto al renglón Vivienda (que contempla los consumos de agua, electricidad, gas, etcétera), los hogares más pobres dedican el 44 % frente al 31,7 % en los ricos. Estos son los dos grupos de gasto que explican mayoritariamente las subidas de precios en el IPC.

Es laborioso (pero factible) calcular los índices de precios distinguiendo entre distintas categorías, tal y como hace la oficina estadística de EE UU. Resulta muy útil que los datos de inflación se publiquen por niveles de renta, o diferenciando entre hogares urbanos y hogares rurales, o por la distinta configuración de los mismos (mayores que viven solos, parejas de jóvenes sin hijos…).

Inflación e impuestos

En periodos de inflación, mientras el poder adquisitivo de los ciudadanos baja si sus rentas no se equiparan a la subida de precios, el Estado mantiene su recaudación. Así se genera el llamado impuesto inflacionario, pues a mayor inflación más se amplía la diferencia entre el valor real y el valor nominal del dinero.

En un estudio reciente del grupo de investigación RegioLab (Universidad de Oviedo), se ha analizado el impacto de la escalada del precio de los combustibles a escala sectorial y regional. El documento ofrece interesantes conclusiones de las que extraemos apenas un dato: los hogares constituidos por una única persona, que es mayor de sesenta y cinco años (estadísticamente puede ser una viuda que vive sola) experimentan un aumento de precios casi un 25 % mayor que la media.

Este resultado muestra que la inflación no nos cuesta lo mismo a todos. Es un impuesto que afecta especialmente a los hogares más pobres y vulnerables.The Conversationhttp://theconversation.com/es/republishing-guidelines —>

Rubén Garrido-Yserte, Director del Instituto Universitario de Análisis Económico y Social, Universidad de Alcalá

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.